Todos los delitos de secuestros, asesinatos, torturas y genocidios, hayan sido cometidos por el Estado u organizaciones no estatales, merecen el repudio de la sociedad, como lo establece la Corte Penal Internacional.
Se sabía que en cualquier momento un juez o un fiscal de la República podía declarar imprescriptibles los delitos de lesa humanidad cometidos por la guerrilla, equiparándolos de ese modo con los ejecutados por el Estado o personas o instituciones con responsabilidad estatal. Así lo hizo el juez federal rosarino Marcelo Bailaque, al admitir el pedido del fiscal general de la provincia de Santa Fe, Claudio Palacín, en la causa por el secuestro, encarcelamiento indebido, torturas y asesinato del coronel Argentino del Valle Larrabure a manos del grupo terrorista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Larrabure fue secuestrado el 10 de agosto de 1974 durante el asalto a la Fábrica Militar de Villa María, provincia de Córdoba. Estuvo cautivo durante 372 días en una “cárcel del pueblo” clandestina en Rosario y su cadáver apareció el 23 de agosto de 1975 con evidentes signos de tortura y una pérdida de unos 20 kilogramos de peso.
Al admitir el pedido del fiscal Palacín, Bailaque no se expidió sobre el problema de fondo, pero su resolución deja abierta la causa, rechazando de ese modo el pedido de nulidad de lo actuado por el fiscal, que había realizado el procurador general de la Nación, Esteban Righi.
Sucede que la imprescriptibilidad de los delitos cometidos por la guerrilla es un tema que estaba y está en discusión, ya que, según una opinión, sólo los delitos cometidos por el Estado no prescriben, es decir que sus autores no pueden ser beneficiados por la extinción del plazo establecido por la ley para su juzgamiento.
Así lo entendió la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso de un pedido de extradición formulado por el gobierno de España de un terrorista de la organización separatista vasca ETA acusado de graves atentados cometidos en aquel país. El argumento que dio la Corte para negar el pedido es que dicho delito ya había prescripto en España, pese a que la Justicia española entendía exactamente lo contrario.
Pero después de la sanción del estatuto de la Convención de Roma, por la cual se crea la Corte Penal Internacional, surge la doctrina que considera que los delitos de lesa humanidad cometidos por organizaciones terroristas no estatales –en el marco de un ataque sistemático a la población civil– no prescriben y que, por lo tanto, pueden ser motivo de juzgamiento. Con este viraje en la doctrina jurídica, comenzó también a modificarse el criterio de los jueces, como acaba de ocurrir en el caso comentado.
A nadie escapa que en estos cambios de interpretación jurídica han influido de manera poderosa los atentados terroristas del 11 de setiembre de 2001 en Estados Unidos, que tuvieron su réplica en la estación madrileña de Atocha o en los subterráneos de Londres y muchos otros lugares del mundo. Si bien existe la categoría de “estados terroristas”, o sea aquellos que organizan o toleran actos terroristas, hay organizaciones como Al Qaeda o la Jihad Islámica que no responden a una estructura estatal y que actúan a través de redes celulares, muchas veces interconectadas entre sí pero otras no.
Si bien la controversia jurídica continúa, la cuestión de la imprescriptibilidad o no de los delitos de lesa humanidad no puede ser reducida a una mera cuestión jurídica, y menos a una discusión leguleya. El terrorismo es un problema global y todos los terroristas son culpables: los secuestradores, los asesinos, los atacantes suicidas, los pone bombas, los que hacen estrellar aviones con 200 pasajeros a bordo, los asaltantes de regimientos o instituciones, los que mataron a mansalva o por la espalda a dirigentes gremiales, a policías, militares o militantes de izquierda. Todos los asesinos son culpables.
Sin embargo, esta verdad no invalida otra verdad: que un país no puede debatir y ventilar en la Justicia la violencia del pasado sentando en el banquillo de los acusados a un solo bando, mientras los otros caminan tranquilamente por la calle. La Justicia debe ser ecuánime, silenciosa, prudente, verosímil y sobre todo justa. Y la sociedad debe asumir los debates del pasado con responsabilidad histórica, intelectual y moral.
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