La Argentina ha progresado en hacer justicia respecto de algunos "delitos de lesa humanidad" cometidos durante los años 70: aquellos que tienen que ver con la responsabilidad directa del Estado. Ha mantenido, en cambio, absolutamente impunes a quienes desde las organizaciones guerrilleras participaron en el violento conflicto armado interno que por entonces asoló al país y cometieron sistemáticamente centenares de crímenes aberrantes contra civiles inocentes o contra militares secuestrados, que conforme a las Convenciones de Ginebra de 1949, que son derecho interno argentino desde marzo de 1957, gozan de la misma protección.
Asesinar, secuestrar o dañar a civiles inocentes en un conflicto interno es un imprescriptible crimen de guerra y un abominable delito de lesa humanidad. Esto es siempre así, cualquiera que fuere el autor del crimen, tenga o no vinculación con el Estado. Así lo determinó la jurisprudencia penal internacional, de la que es buen ejemplo la sentencia del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en el caso Martic, decidido el 12 de junio de 2007.
El rincón de impunidad aún existente en la Argentina ha sido posibilitado por un conjunto de instrumentos y decisiones que han generado y protegido, hasta ahora, esa impunidad; entre ellos, una mañosa interpretación jurisprudencial que -de espaldas al mundo y al derecho- ha pretendido limitar la responsabilidad por esos crímenes sólo a los casos en que existe responsabilidad directa del Estado o de sus agentes.
Con este particular criterio, sumado a una intensa campaña de desfiguración de la historia y a la existencia del dictamen 158/07 de la Procuración General de la Nación, que desde una cuestionable legalidad intenta cerrar herméticamente las investigaciones que tienen que ver con los crímenes de guerra de los 70, si ellos no fueron cometidos desde el Estado, los ex subversivos han gozado, hasta ahora, de absoluta impunidad.
El Estado, así, ha eludido su deber de asegurar el derecho a la verdad, así como a la reparación a toda víctima, sin distinciones. La impunidad mantenida ha permitido, además, que se continuara exaltando la cultura de la muerte, sin el menor gesto de arrepentimiento.
Pero la estrategia defensiva de los ex guerrilleros y sus apañadores, centrada en considerar prescriptos sus delitos al calificarlos de comunes por no tener participación estatal, ha comenzado a resquebrajarse rápidamente al incorporar el caso Larrabure la responsabilidad que ciertamente les cabe a los Estados argentino y cubano.
A los poderes Ejecutivo y Legislativo se les imputa haber facilitado e incentivado la acción terrorista mediante los indultos y amnistías concedidas en mayo de 1973 y la derogación de la legislación antiterrorista que al poco tiempo debieron reimplantar, al comprobar que aquellos a los que livianamente habían calificado de "héroes" retomaban inmediatamente su acción criminal.
La responsabilidad de Cuba está reconocida públicamente. Ese país promovió la acción de los guerrilleros en nuestro medio y los entrenó y financió. Esa responsabilidad del Estado puede haberse ampliado porque el propio procurador general de la Nación, Esteban Righi, luego de conocer el dictamen del fiscal Claudio Palacín, suscribió la resolución 158 que aprueba el dictamen aludido, cuando debió haberse excusado, por haber sido nada menos que el ministro del Interior del presidente Héctor Cámpora, con activa participación en las amnistías por entonces conferidas.
Paradójicamente, si personajes extranjeros que se muestran detestables, como Charles Taylor, Joseph Kony, Ahmed Harun, Ali Kushayb o Thomas Lubanga, hubieran actuado en nuestro país, todos ellos gozarían hoy de impunidad, al igual que quienes secuestraron al general Pedro Eugenio Aramburu o al coronel Argentino del Valle Larrabure para asesinarlos luego con ensañamiento y alevosamente, o que quienes asesinaron a civiles inocentes, como Ignacio Rucci, María Cristina Viola o Arturo Mor Roig, entre otros. Acusados de haber cometido crímenes de guerra actuando en milicias u organizaciones que no pertenecían al Estado, sino que luchaban contra él, los cinco extranjeros antes nombrados enfrentan las responsabilidades que les corresponden ante los tribunales penales internacionales.
Hace algunos días, el juez Marcelo Martín Bailaque decidió rechazar un pedido de nulidad de los fiscales Ricardo Moisés Vázquez, cuyo pliego de ascenso acaba de elevarse, y Adriana Saccone, lo que permite que el caso Larrabure sea finalmente investigado plenamente, según lo solicitado por el fiscal general Claudio Palacín, que entendió que el episodio forma parte de un conflicto armado interno, según la definición internacional vigente, o sea, la que surge del caso Milosevic. Lo hizo con coraje cívico e independencia de criterio.
Queda visto que hay todavía magistrados y fiscales argentinos independientes, que no se dejan amedrentar y que deciden de acuerdo al derecho y a los dictados de sus conciencias en busca de hacer justicia y no de esconderla para beneficio de algunos.
La estrategia defensiva del procurador de la Nación parece haber sufrido un duro revés. La verdad podrá ser investigada plenamente y asegurada para todos, en lo que puede ser un primer paso para cerrar el rincón de impunidad que existe y debería avergonzarnos.
Es de esperar que la paradigmática causa sobre la muerte del coronel Larrabure, quien fue secuestrado, torturado y cobardemente asesinado por quienes están aún impunes y hasta se les rinde homenaje, pueda ver pronto la justicia.
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