Suele decirse que el actual gobierno mantiene una política activa en materia de derechos humanos porque impulsa de manera agresiva la investigación de graves crímenes cometidos en la década del 70. Sin embargo, la falta de interés en la preservación de los derechos humanos del presente -incluyendo, entre muchas cosas, la parcialidad con la que se llevan a cabo esas investigaciones- y la enorme corrupción estructural, encubierta por el activismo setentista, parecen mostrar la conclusión contraria: un gobierno especulativo con la temática de los derechos humanos.
Una política de derechos humanos no debería significar exclusiva ni principalmente el juzgamiento de violaciones de la dignidad de las personas. En todo caso, ésa será una tarea judicial, que, como tal, no debería formar parte de la política. Cuando una tarea de la Justicia pasa a formar parte de la política de un gobierno se pone en peligro la objetividad de los jueces.
Existen algunas muestras de la parcialidad. La primera, que los jueces han rechazado, hasta ahora, la posibilidad de juzgar también a los miembros de organizaciones terroristas de los 70, con el argumento forzado y contrario a la tendencia y jurisprudencia internacional de que sus actos no constituyeron crímenes de lesa humanidad y, por lo tanto, están prescriptos.
La segunda, que muchos de quienes integraron esas organizaciones terroristas o las apoyaron ocupan cargos en el Gobierno e incluso intervienen, en nombre del Estado, en las causas que los han involucrado. En esto existe un problema ético muy grave, porque aun si se supone que los delitos de los ex terroristas están prescriptos, eso por sí mismo no los hace moralmente mejores en el presente. Si alguien fue un asesino en los 70, su condición moral no mejora por la prescripción de su delito. Un gobierno con sensibilidad en materia de derechos humanos advertiría esta diferencia.
Por otro lado, la amplitud con la que, en general, se emplea el concepto de delito de lesa humanidad y su utilización para perseguir a civiles de acuerdo con objetivos políticos del momento, como ha quedado demostrado por la justicia española en el caso de María Estela Martínez de Perón y en otros casos, revela un manoseo del derecho internacional al que no todos están dispuestos a prestarse en el mundo.
Una verdadera política de derechos humanos está encaminada a evitar que en el presente y en el futuro se cercenen los derechos y las libertades fundamentales. El sostenimiento ostensible de fuerzas de choque que golpean a manifestantes pacíficos por el solo hecho de expresar el rechazo de una política oficial, el avasallamiento de la independencia de la Justicia por vía de la reforma del Consejo de la Magistratura, la utilización del Poder Judicial y del ministerio público como instrumentos de venganza contra aquellos a quienes se considera opositores, la permisividad absoluta frente a la obstrucción de la circulación vial a lo largo de años por grupos pro gubernamentales, frente a la mano dura que ahora se levanta contra quienes protestan contra el Gobierno, y las maniobras orientadas a cercenar la libertad de prensa son apenas algunas de las señales de preocupación selectiva por los derechos humanos.
Esta doble moral en materia de derechos humanos lleva a sospechar que las acciones impulsadas por el poder político ante los jueces no constituyen más que una distracción, cuando no una prenda arrojada a las organizaciones de izquierda que todavía no han vendido sus convicciones.
Ello con el fin de disimular una estrategia que, bajo el eufemismo de la argentinización, se encamina a la adquisición de activos privados en beneficio de ciertos grupos allegados al Gobierno. Los sobornos que se investigan en el caso Skanska; la valija de Antonini Wilson; la bolsa de Felisa Miceli; el sistema de fideicomisos públicos como modo de eludir las reglas corrientes de contratación; los superpoderes; los manejos del Occovi, con multas por casi mil millones de pesos que nunca se sabrá si son justificadas porque los trámites fueron paralizados; la forma indigna de distribución de planes sociales, con el propósito de mantener el sistema de clientela; la política de subsidios que deja en manos del funcionario decidir a qué empresa se ayudará con el dinero de todos, y la expoliación de grandes, medianos y pequeños productores agrícolas son circunstancias que ya no figuran en el repertorio de los censores de la izquierda vernácula.
La inseguridad jurídica hunde una vez más a la Argentina en el aislamiento. El Gobierno reacciona con una desgastada propaganda: "Los argentinos somos derechos y humanos".
El autor fue miembro del grupo de expertos de la OEA que redactaron la Convención Interamericana contra la Corrupción.
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