Editorial I de La Nación, publicado el día 28/03/10
La consagración de un conjunto de derechos propios de la persona humana en cuanto tal representa uno de los progresos morales más trascendentes que ha protagonizado la humanidad en los últimos tres siglos. La nota esencial de esos derechos es su universalidad. Es decir, que deban ser garantizados a todos los individuos, con independencia de su sexo, condición social, creencia religiosa, nacionalidad o posición ideológica.
No hay peor gestión de los derechos humanos que la que restringe esa dimensión universal. Es decir, aquella que los reconoce a un grupo pero se los niega a otro. Ese es el vicio que corroe la política seguida en esta delicada materia por los dos gobiernos del matrimonio Kirchner. La concepción de los derechos humanos expuesta desde lo más alto del poder durante los actos de conmemoración del 24 de marzo, día del golpe de Estado de 1976, corrobora esa apreciación.
Esa concepción viciada nace de una mala interpretación del pasado. Durante los años ´70, una parte muy activa de la sociedad argentina renunció a la cultura democrática y a los valores republicanos. Como en muchos otros países de América Latina, el respeto al estado de derecho se transformó, para esa fracción, en un prejuicio clasista y reaccionario. Dicha visión, que se escudó primero en la existencia de gobiernos de facto, continuó operando una vez que se estableció una administración elegida constitucionalmente en 1973. La guerrilla, levantándose contra la democracia, sembró el país de sangre y muerte hasta transformarse en terrorismo, extendiéndose a acciones que constituyeron por sus objetivos y alcances una verdadera guerra interna. El Estado, inicialmente desde el mismo gobierno constitucional y luego desde el de facto iniciado el 24 de marzo de 1976, respondió con procedimientos que lo pusieron al margen de la ley a pesar de su pretensión de restaurarla. Todo terminó en tragedia.
Procesar con ecuanimidad un pasado tan dramático es un desafío por momentos inalcanzable para muchas sociedades, pero al que deberíamos apuntar. Son comprensibles las demandas de castigo por parte de quienes, cualquiera haya sido la posición que ocupaban en el arco político, sufrieron la barbarie. Víctimas de ambos lados reclaman justicia, aunque hoy no se escucha a aquellas que sufrieron pérdidas de vida y destrucción por la acción de los grupos guerrilleros.
Las autoridades nacionales deberían cuidarse muy bien de dar una respuesta sesgada a esa comprensible sed de reivindicación. Esta es la deformación más grave de la administración actual. Su política de derechos humanos se funda en un recorte deliberado del pasado que sólo reconoce una parte del drama acontecido. En vez de contribuir a cerrar las heridas abiertas por la tragedia, ese enfoque faccioso reanima la contradicción. En vez de reponer el equilibrio allí donde se había perdido, la bandera de la Justicia es agitada para reinstalar la lucha, ahora con espíritu de venganza.
Se podría suponer que este extravío se debe a que llegó al poder un grupo que, habiendo protagonizado con intensidad aquel tramo violento de la historia, viene a cobrarse las cuentas que a su juicio quedaron pendientes. No sería éste el caso de los esposos Kirchner. Como ilustran innumerables reconstrucciones biográficas, se recluyeron en su profesión durante el gobierno militar y no pusieron énfasis en la cuestión de los derechos humanos durante su trayectoria como gobierno de la provincia de Santa Cruz.
Por otra parte, se ha observado en otros países que quienes sí registraron una actuación relevante en aquel ciclo turbulento, terminan convirtiéndose, cuando están al frente del Estado, en agentes de reconciliación. El ejemplo más a mano es el del flamante presidente del Uruguay, el ex líder tupamaro José Mujica. Pero también sin haber militado en organizaciones armadas, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, en Chile, o Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inacio Lula da Silva, en Brasil, ilustran esa vocación por servir desde un liderazgo nacional a la superación de un conflicto histórico en el que ellos tomaron parte con posiciones ideológicas activas.
La intención con la cual el matrimonio Kirchner abrazó la causa de los derechos humanos sólo cuando alcanzó el gobierno nacional ha dado lugar a innumerables interpretaciones. Son explicaciones conjeturales, como todas las referidas a las motivaciones subjetivas de una conducta. La más habitual afirma que el discurso oficial sobre los derechos humanos está destinado a manipular a agrupaciones abocadas a la defensa de esos valores en beneficio de la creación de poder y de la distracción sobre acciones oficiales menos aceptables.
Hay una peculiaridad objetiva que vuelve muy sospechosa la preocupación de los Kirchner por los derechos humanos. Es su inscripción en una política de extraordinario desdén por otras dimensiones del estado de derecho, la calidad institucional y el imperio de la ley. Es difícil explicar que un gobierno tan preocupado por la reivindicación de esos derechos manipule la Justicia, atropelle al Congreso, ataque a la prensa, invada con los métodos propios de las peores dictaduras la privacidad de los ciudadanos y, en definitiva, ignore a la Constitución como lo hace la administración actual y lo ha hecho la que la precedió. La distancia entre aquella retórica exaltada y esta práctica deficiente es la medida de su hipocresía.
Este uso instrumental y tendencioso de los derechos humanos ha tenido en los últimos meses un par de manifestaciones todavía más sombrías. La señora Fernández de Krichner y su esposo no se han inhibido de utilizar esa consigna para perseguir a quienes ellos consideran sus enemigos. El matrimonio agitó de manera capciosa una causa judicial sobre la identidad de los hijos de la señora Ernestina Herrera de Noble para atacar al Grupo Clarín. Esa misma perversión apareció en el caso de la jueza María José Sarmiento, quien después de fallar limitando el uso de las reservas del Banco Central advirtió cómo se exhumaba una investigación judicial sobre la conducta de su padre, un coronel retirado del Ejército, con 85 años de edad, lo que constituye un claro mensaje intimidatorio a todos los jueces independientes.
Estos dos episodios deberían activar un estado de alarma en quienes tienen preocupación por la calidad de la democracia en la Argentina. También debería llevar a la ciudadanía a recapacitar sobre la necesidad de superar el pasado y mirar hacia delante para construir un futuro apoyado en la reconciliación y en la unión nacional.
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