Publicado en Diario Perfil el día 08 de agosto de 2009
Lo más difícil es de lo que menos se habla. Eso no sería determinante si tampoco se aludiera a esas cuestiones en el escenario público. Si el silencio respondiera al anacronismo del asunto, o a que se trata de una cuestión superada, no sería grave. Pero si el tema es meneado y deliberadamente maquillado como “cuestión de Estado”, potenciado y recalentado hasta el hartazgo, si –en resumen– es fehacientemente actual, es imposible que lo más grave no sea dicho.
Por Pepe Eliaschev
Lo más difícil es de lo que menos se habla. Eso no sería determinante si tampoco se aludiera a esas cuestiones en el escenario público. Si el silencio respondiera al anacronismo del asunto, o a que se trata de una cuestión superada, no sería grave. Pero si el tema es meneado y deliberadamente maquillado como “cuestión de Estado”, potenciado y recalentado hasta el hartazgo, si –en resumen– es fehacientemente actual, es imposible que lo más grave no sea dicho.
Este es el valor que asume, en un país atribulado cotidianamente por tarifazos, epidemias y asesinatos, la rotunda, sencilla y a la vez vigorosa presentación de un libro y unas ideas que oxigenan el –a menudo– hipócrita universo de los derechos humanos.
En un libro fuerte y necesario, dedicado “a Pablo”, su hijo desaparecido en los años setenta, Graciela Fernández Meijide recupera una historia y a la vez se coloca en posición de decir imprudencias. Son audacias que rectifican las miradas tuertas y desafían a las conciencias oportunistas que miden, con criterios aviesamente unilaterales, episodios trágicos que se siguen proyectando ominosamente sobre la Argentina, aun cuando se consumaron hace treinta años.
Dos conceptos asumidos por ella han detonado en un mundo demasiado cargado de medias verdades, cálculos de oportunidad, ambiciones personales y desvaríos de matriz ideológica. Graciela sostiene que es aceptable, además de legítimo, que aquellas abuelas de nietos, que siendo criaturas recién nacidas fueron secuestrados como parte de un siniestro esquema montado entre 1976 a 1983, puedan conocerlos antes de morirse ya muy ancianas, como resultado de un ajuste judicial negociado, que aminore las penas sobre los victimarios, a cambio de información que eche luz sobre el destino de decenas de hijos de guerrilleros arrancados a sus padres.
Y también se ha atrevido Graciela a lo indecible en esos ámbitos: en verdad, resulta imposible documentar que fueron 30 mil los desaparecidos en aquellos años, puesto que, entre lo recolectado por la Conadep, los nombres inscriptos en el Parque de la Memoria de la Costanera, y el propio registro de la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno de los Kirchner, la cifra nunca supera el orden de las 8 mil víctimas, casi cuatro veces menos de lo denunciado retóricamente desde hace décadas por organismos que se definen como defensores de los derechos humanos.
Graciela Fernández Meijide, que se ha metido, a los 78 años, en un tremendo problema, fue nuevamente vilipendiada. ¿Qué ha dicho de terrible e imperdonable? No se puede ni se debe mentir. Ocho mil muertes es una tragedia monumental. Que mujeres muy ancianas puedan ver la sonrisa de sus nietos antes de morir. ¿Es una “traidora”, o una “quebrada”?
Dos acusaciones radiografían el abismo ético al que ha llevado el drama de la violencia política. El secretario de Derechos Humanos de Néstor y Cristina Kirchner, Eduardo L. Duhalde, compara irresponsablemente la reflexión de Fernández Meijide con el vituperable “negacionismo” europeo, neonazis que desde fines de los años cuarenta procuran desestimar e impugnar la colosal tragedia de la Shoá, el Holocausto, la “solución final” hitleriana que eliminó a seis millones de judíos. Duhalde, que ya cometió el inaudito atropello de agregarle un nuevo prólogo al Nunca más de la Conadep, ahora vuelve por más: Fernández Meijide es lo mismo, alega, que los nazis europeos que niegan el mayor genocidio de la historia.
Para Duhalde y el Gobierno, 8 mil muertos son pocos muertos, aunque se trate de una estadística descomunal, la más extendida y amplia matanza de gente consumada en América del Sur durante los años de plomo. Así, que alguien con autoridad moral interpele la historia sacralizada, la convierte en peligrosa enemiga del establishment humanitario y sus banalizaciones.
Cuando Graciela pide, desde una sensibilidad sin máscaras, que abuelas que ya son incluso bisabuelas de los hijos de sus nietos ilegalmente apropiados puedan dar y recibir un beso de despedida a esas vidas ninguneadas, se agravian quienes hoy tienen una posición política de penosa dependencia del Gobierno, como Estela Carlotto, que, también a los 78 años, no ha podido conocer a sus nietos robados por esbirros de la dictadura.
Hay muchas cosas que hasta ahora no se han discutido y ya es hora de desempolvar. En el estremecedor espacio del Parque de la Memoria, junto al Río de la Plata y al lado de la Ciudad Universitaria, figuran inscriptos en muros de concreto unos 8 mil nombres. Una consigna preside el listado completo y minucioso de esos nombres, vidas segadas entre 1970 y 1983. Son recordados porque cayeron “combatiendo por ideales de justicia y equidad”, dice. Pero en ese listado, hay decenas de guerrilleros que se alzaron en armas, atacaron unidades militares y secuestraron y asesinaron personas durante un gobierno constitucional, del 25 de mayo de 1973 al 24 de marzo de 1976.
La Ley 46 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires define ambiguamente al monumento conmemorativo como “homenaje a los detenidos-desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado durante los años 70 e inicios de los 80, hasta la recuperación del Estado de Derecho” (subrayado mío). Sin embargo, son plenamente reivindicados en un espacio público urbano, mezclados y asociados con víctimas inermes de la tortura y el horror con que se trató a millares de caídos en el marco de una dictadura feroz.
¿Es justo? Si esos combatientes que dispararon sus armas y mataron gente bajo gobiernos legítimos y constitucionales son recordados, ¿por qué no lo son en el mismo lugar las numerosas víctimas de la violencia guerrillera en ese período constitucional? Esa Argentina enceguecida, furiosa e injusta se siente incómoda con una mujer a la que nunca podrán descalificar, aunque se lo propongan. Mucho menos que revolucionarios, son apenas manipuladores de odios, vengadores de ocasión cuya condición de justicieros unilaterales apenas encubre que son vengadores crónicos en ejercicio del poder.
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