lunes, 3 de marzo de 2014

Editorial I

Juicios teñidos de graves sospechas

Es necesario que en las causas judiciales vinculadas con la trágica década del 70 prive la objetividad de los jueces por encima del odio y el afán de venganza
 
En una nota publicada recientemente en LA NACION, el historiador Luis Alberto Romero se hace eco de una grave preocupación que crece cada vez más. Una que, en su momento, exteriorizó también el constitucionalista Ricardo Gil Lavedra cuando nos advirtió con relación a la posibilidad de que, respecto de los juicios vinculados a delitos de lesa humanidad, no se hubieran respetado principios esenciales del debido proceso legal, como el de la exigencia de prueba fehaciente o el del beneficio de la duda y la presunción de inocencia. Se trataría de un hecho gravísimo que, además, debería en algún momento generar las responsabilidades consiguientes.
A todo eso se suma la designación arbitraria de jueces y fiscales en esas delicadas causas, al igual que la existencia de denuncias de manipulación de pruebas testimoniales y de otra naturaleza. No menos grave resulta la realmente escandalosa actuación de fiscales carentes de independencia e imparcialidad, en tanto que habrían actuado previamente como abogados de querellantes en las mismas causas en las que luego ellos mismos intervienen como fiscales, lo que es ciertamente inaceptable.
Luis Alberto Romero ha sostenido por ello, con mucha razón, que una condena judicial es legítima tan sólo cuando realmente existen y se han aportado pruebas que deban tenerse por fehacientes, más allá de toda duda razonable. Pareciera obvio, pero hace falta aclararlo, porque no siempre se actúa con ello en vista. De lo que se deriva que la eventual impunidad de algunos cuya culpa no pudo ser probada es en rigor un precio a pagar para sostener los principios esenciales sobre los que, en una democracia, se edifica siempre la administración de justicia.
Es necesario señalar que si, de pronto, existieran manipulaciones o maniobras irregulares en la sustanciación de las pruebas en ese tipo de causas, la responsabilidad de quienes las llevasen a cabo particularmente si ellos fueran o hubieran sido funcionarios del Estado sería inmensa, toda vez que habrían traicionado a la justicia, reemplazándola por la sed de revancha o venganza, lo que conformaría toda una enormidad, de ser efectivamente comprobado.
Una reciente sentencia del juez federal de La Plata Alberto Recondo, que contiene una seria advertencia que va en la misma línea de la formulada por los autores antes aludidos, merece ser destacada. Hablamos de un juez que ha sido designado por el actual gobierno en 2012, que actuó como magistrado subrogante en una causa que se tramita ante el Juzgado N° 1, Secretaría N° 3, atento a que el titular del respectivo tribunal estaba de licencia, vinculada con el ex ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires entre 1976 y 1979, Jaime L. Smart.
Cabe recordar que hay numerosos casos no éste en particular en los que la recurrencia constante a la utilización de jueces subrogantes parecería haberse transformado es una práctica extendida, a la que obviamente debiera ponerse coto. Particularmente, en aquellos supuestos en los que el procedimiento legal para designar a los jueces definitivos se ha llevado a cabo y completarlo depende tan sólo del Poder Ejecutivo mediante el dictado del consiguiente decreto, puesto que entonces la designación de subrogantes podría, en verdad, esconder motivos realmente subalternos e inaceptables, por lejanos y ajenos a la administración de justicia.
Para el citado juez Recondo "si cuando nos movemos por el resbaladizo terreno que constituyen los delitos de lesa humanidad no nos aseguramos de que no nuble nuestro juicio el horror que ellos inspiraran... o la preocupación de cómo se juzguen en los diarios de mañana, creo que corremos el riesgo de deslizarnos hacia un derecho penal que deje de lado sus principios cada vez que nos enfrentemos a una situación similar". Esa rigurosa frase pertenece a una meditada decisión del referido juez en la que dispuso liberar, por falta de mérito, a Jaime L. Smart, por entender simplemente que no había pruebas suficientes para incriminarlo como partícipe responsable de los delitos de los que era acusado en la causa referida. De lo contrario, entendió el magistrado, se violaría el principio de legalidad.
Sobre los delitos de la trágica década del 70, el juez Recondo nos recuerda que, frente a ellos, lo que se necesita es hacer justicia, por oposición a moverse en función de la venganza. Dicho de otra manera, objetividad y seriedad en el actuar y no mero afán persecutorio.
Debe añadirse a todo ello una preocupación creciente en este mismo capítulo de la actividad judicial: la que guarda relación con el abuso arbitrario del instituto de la prisión preventiva, así como con la negativa sistemática a permitir el recurso a la prisión domiciliaria para procesados que ya son evidentemente ancianos o están enfermos. Actitudes que, como sociedad y por todo lo que ellas implican, no podemos consentir.
La advertencia que contienen las opiniones antes mencionadas, así como la decisión comentada del juez Recondo, apuntan por cierto a que parecería haber llegado la hora de asumir la necesidad de revisar y eventualmente corregir algunas conductas procesales que realmente lucen injustificables y hasta aberrantes. Es menester, en cambio, aferrarnos al respeto por la ley y la verdad. Por nuestra propia dignidad y de cara al juicio de la historia..

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